Desde la aprobación por el Consejo de Ministros del anteproyecto de la Ley Orgánica de Mejora de la Calidad Educativa (LOMCE), y su posterior tramitación parlamentaria, hemos asistido la enésima batalla ideológica –que no de ideas- entre socialistas y populares que, para variar, no se fundamentan en argumentos jurídicos o económicos sino en dogmas que en la mayor parte de las ocasiones son creados ad hoc para la ocasión. Ni es cierto, como pretenden algunos, que la LOMCE sea el fin de la educación pública –más bien al contrario -, ni es cierto que sea la Ley lo que necesita el sistema educativo de nuestro país para ofrecer a los ciudadanos la posibilidad de educar a sus hijos de conformidad con sus propias convicciones.
Desde mi humilde punto de vista, el debate no debería recaer sobre quién es mejor legislando, sobre quién da o quién quita “derechos” o sobre si tiene que haber tres o cuatro horas de matemáticas a la semana, pues el problema de nuestro sistema educativo es un problema más profundo: como en otras muchas cosas, España tiene miedo a la libertad. La educación, para que suponga el pleno desarrollo de la personalidad a que hace referencia el número dos del art. 27 de la Constitución, que alberga precisamente la educación, no puede verse blindada o limitada por motivos que siempre serán arbitrarios y coactivamente impuestos a todas las personas.
Todas las leyes educativas que este país ha padecido desde la llegada de la democracia han sido primas hermanas, precisamente, en este punto: en todas ellas, el Estado era el único diseñador de un plan de estudios, que siempre era impuesto sobre todos, de modo que a los centros privados les restaba únicamente una función de mera gestión de los medios con los que desarrollar la actividad educativa.
Ahora bien, ¿es conforme esto con un verdadero Estado de Derecho? ¿Es respetuoso con un los principios inspiradores de un Estado de ciudadanos libres e iguales que alguien limite su propio desarrollo ideológico y, más allá, de su propia conciencia? En otras palabras, ¿el problema en España está en si hay o no una optativa a la religión o si se va a financiar a colegios de educación diferenciada? Claramente, no. El debate que conduzca a una Ley educativa que sea auténtica garante de la autonomía de todos los ciudadanos tiene que pasar necesariamente por asegurar el libre desarrollo de la personalidad para que los ciudadanos tengan un sentido crítico. Pero claro, para unas personas que han vivido, viven y pretenden seguir viviendo del sistema, esto no importa. Es más: cuanto más control ejerza el Estado sobre los individuos, más fácil será controlar su pensar y su actuar, y mantener el sistema implantado del que tan bien se vive.
España necesita, también en materia educativa, libertad. Mucha más libertad. Esta libertad, precisamente implicaría una Ley que permitiera que cada familia pudiera elegir sin cortapisa alguna de nadie qué materias tienen que aprender sus hijos y cuáles no. Y, entonces, para llegar a esto, debería desaparecer el diseño de los planes de estudio por parte del Estado, impuestos coercitivamente a todos, sean o no conforme a su conciencia, para que sean los padres los que elijan a través de ese instrumento tan antiguo como el hombre que no es otro que el mercado. Así, si un padre quisiera, por ejemplo, que su hijo diera cinco horas semanales de música –y de una música, dicho sea de paso, dada como debe darse, y no como se imparte en los colegios hoy en día-, ¿quién es el Estado para decir que no a ese padre? ¿Quién es la Administración para obligar a esos padres a contratar clases extras, al tiempo que les cobra por una enseñanza que no quieren? ¿No sería más conforme con la libertad dejar que quienes demandan esa determinada educación y quienes son capaces de ofrecerla lleguen a un acuerdo para que sus respectivas utilidades queden satisfechas?
Todo esto, por supuesto, sin perjuicio de que la renta no debe ser límite en el acceso a la educación: para las personas que no puedan hacer frente, total o parcialmente, al coste de la educación, puede admitirse que el Estado aporte una cantidad equivalente al coste por el que van a ser subsidiados, a través de instrumentos como puede ser el cheque escolar. Señálese a este respecto que esto va sin perjuicio de que pueda entrarse a debatir sobre la necesidad o no de que el Estado establezca unos límites que impliquen que, a ciertas edades, deban de haberse adquirido unos conocimientos mínimos.
Sobre este asunto de la libertad de educación hay, además, una falacia que se pretende esgrimir continuamente y que pone la puntilla a la intromisión estatal en la vida privada de cada uno: la educación “pública” es gratuita. Mentira. ¿Qué pasa, que los maestros y profesores no cobran dinero? ¿Acaso las compañías de electricidad y de gas regalan sus servicios a los centros educativos? ¿Es que no cuesta el mantenimiento de éstos? Pues claro que sí. Claro que la prestación del servicio de educación tiene un coste.
Y, por supuesto, claro que ese coste lo pagamos los ciudadanos. Todos los ciudadanos. Cada vez que compramos el café que desayunamos, cada vez que cobramos una nómina o que echamos gasolina en nuestros vehículos, nos están cobrando la educación “pública”. Una educación, un servicio, que nadie nos ha preguntado si queremos consumir. Por si acaso, nos lo cobran. Que no te gusta, si tienes dinero te vas a un colegio privado y, si no ajo y agua. Pero lo pagas. ¿No sería más lógico, y más digno para con las personas con menos recursos, que se deje en el bolsillo de los ciudadanos lo que cuesta la educación para que sean estos los que decidan a quién dar esa cantidad según cómo vayan a recibirla?
En resumidas cuentas, el proceso legislativo en el campo educativo no ha de basarse en una discusión acerca de quién diseña un mejor plan de estudios, sino en un debate sobre qué medidas pueden garantizar más efectivamente la libertad de los ciudadanos a la educación. Y en modo alguno puede decirse que esto sea lo que se ha hecho en España en los últimos treinta y tantos años. Sí que es cierto que esta nueva propuesta contiene dos leves grietas de este sistema en aras de una mayor libertad, como son la posibilidad de elegir la religión que sea en los centros educativos para la formación como personas de los niños, si se quiere, o de no hacerlo, en caso contrario, así como la posibilidad de que, independientemente del nivel de renta, los padres puedan elegir llevar a sus hijos a colegios mixtos o de educación diferenciada. Bienvenidas sean. Qué lástima que sea sobre ellas sobre las que, precisamente, se ha centrado todo el debate, por supuesto siempre con intención de suprimirlas.
Sinceramente, no soy capaz de entender el comportamiento de los partidos políticos en nuestro país. Por un lado, un supuesto partido liberal-conservador que legisla hacia una mayor intervención estatal en todos los ámbitos de la vida del ciudadano, aumentando la coacción del Estado sobre éste, y que en consecuencia no es tan liberal como se le supone. Por otro, un partido socialista que clama al cielo con una Ley educativa que refuerza el control del estado sobre la libertad ideológica de los ciudadanos, paradigma del mismo socialismo que dice representar. El PSOE, en lugar de quejarse de una Ley genuinamente suya, debería estar felicitando al Gobierno de Mariano Rajoy por, una vez más, haber desarrollado a la perfección su propio programa electoral. Y, mientras tanto, la libertad de los ciudadanos, a freír espárragos. Así nos va.
Carlos Lora
Estudiante de las Licenciaturas de Derecho y ADE en la Universidad de Valladolid (UVA).
Delegado de Alumnos en la Facultad de Derecho de la UVA, Vicepresidente de la Asociación para la Promoción del Derecho Internacional (PRODEI) y de la Asociación para el Impulso de Proyectos Empresariales (ASIPE).